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Foto del escritorRoseta

Una extraña Navidad


Se despertó inquieta. En su espalda sintió el calor de Rómulo. Despacio, para no molestarlo, apartó las sábanas e introdujo sus pies en las zapatillas, que había dejado al borde de la cama. Él abrió los ojos, la observó, y siguió con su cabeza recostada sobre la almohada. Nerea, con paso sigiloso, salió de la habitación y bajó las escaleras. No necesitaba luz para moverse por esa casa; la conocía bien. Entró en el comedor. Ahora sí, encendió una lámpara, la que tenían al lado del sofá, la que proyectaba una luz tenue. No era posible. Miró el reloj. Las seis y media de la mañana. Aquello no podía estar pasando. Barajó unas cuantas posibilidades en su cabeza. Nada. No había nada que cuadrara con aquella desolación.

Apagó la luz y subió las escaleras frustrada. Volvió a entrar en la cama. Rómulo seguía allí, observándola. Ella le acarició el lomo. Tú no tienes estos problemas, ¿verdad? A ti te da igual que no haya regalos debajo del árbol. Lo único importante es que sigamos aquí, te pongamos tu pienso y tu agua, y te saquemos a pasear. Y que yo, a hurtadillas, te meta en la cama antes de que se despierten papá y mamá. Qué suerte tienes. Rómulo la miraba, respiración tranquila, los ojos entrecerrándose.

Aquella conversación, aquella decepción, no iba con él. Demasiado temprano para saltar al suelo y correr hacia la cocina a la espera de una tostada que se cae de las manos, sin intención aparente.

Nerea intentó dormir. Imposible. No había manera. En su cabeza se preguntaba una y otra vez qué había hecho para no tener ni un solo regalo. Tampoco los había para sus padres; se extrañó también de eso.

—Pelijoso, despierta. —Nerea llamaba así a Rómulo, que tenía el pelo de un hermoso color canela, aunque indomable—. ¿Cómo puede ser que no tengamos regalos? O sea, ¿cómo puede ser que NADIE tenga regalos? ¿Estarán todos en casa de la abuela? Pero eso no tiene sentido. —Nerea susurraba dentro de la cama—. No te duermas. Siempre hemos tenido unos cuantos regalos aquí y otros allí. No hay para Julián, no hay para la abuela, ni para Ana, ni para mamá y papá. ¡Ni para mí! ¿Me puedes decir qué ha pasado? —Rómulo, mirada tierna, ojos brillantes marrones, esperaba que Nerea dejara de hablar y le permitiera dormir un poco más—. Ya sé que tú no me entiendes, pero haz un esfuerzo por no cerrar los ojos, porque esto es muy serio. Es la primera vez, ¿comprendes? La primera vez que pasa. Le quiero enviar un mensaje a Julián para que se levante y mire en su casa, pero como él tenga regalos, me da un ataque. Por eso no me atrevo. Aunque no saber… me puede, me puede, me puede. —Gritaba en silencio por debajo de las sábanas.

Nerea se giró enérgica, cogió el móvil de la mesita y lo encendió. Buscó a Julián. Le envió el mensaje. No tengo ni un regalo en casa, joder. Esas fueron las escuetas palabras de Nerea. Un minuto, dos, tres. La espera la consumía, impaciente por naturaleza como era ella. Julián, todo lo contrario. Eran primos, dos semanas de diferencia entre un nacimiento y otro; ella, la mayor. Siempre se enorgullecía de eso. Soy la mayor, obedece; se reían los dos. Desde pequeños, pues, lo compartieron todo: familia, amigos, colegio, fines de semana. Se querían como hermanos, pero con las ventajas de no serlo. No tenían que compartir casa ni padres. Cuando se enfadaban, que era muy de vez en cuando, cada uno se marchaba en una dirección, y al entrar a casa ya se estaban enviando un mensaje. ¿Has llegado? Como si con esa frase firmaran una tregua. Todo olvidado. Al día siguiente se veían y era como si no hubiera pasado nada. Casi nunca volvían sobre sus enfados, de qué servía eso, si al final, sus peleas eran niñerías. Son cosas de la edad, decía Julián. No hables así, por favor, pareces un abuelo. Es que su primo era más maduro, eso comentaban los padres, que para la edad que tenía parecía mucho mayor. Julián es… de otro planeta, zanjaba Nerea. Adrián y Estefanía se miraban y reían. Pues para ser de otro planeta no te separas de él. Es mi primo, a ver qué voy a hacer. Si tuviera hermanos… ¿Quieres un hermano? No, estaba hablando hipotéticamente. Ya nos parecía. Hipotéticamente, también, Julián no es de otro planeta, hija, solo es un chico maduro. Nerea entonces se tapaba la cara con las manos y negaba con la cabeza.

Rómulo había colocado su cuerpo sobre el de Nerea y seguía durmiendo. Ella, mientras, esperaba el mensaje de Julián. Nada. Insistió. No puedo creer que no te hayas despertado ya. Un minuto, otro minuto. Joder, levántate y coge el móvil. Nada. Julián, probablemente, dormía tranquilo en la habitación, seguro de que, cuando lo despertaran a las nueve de la mañana, el árbol de navidad estaría repleto de regalos.

No puede más Nerea. Marca el número de su primo. Cuatro tonos y sin contestar. Te juro que como lo hayas puesto en silencio, se lo decía ella en su cabeza, porque él, claro, no podía oírla.

—¿Nerea? ¿Qué pasa, qué ha pasado? —El móvil marcaba las siete y cuarto de la mañana y eso para Julián era sinónimo de tragedia.

—¿Puedes ir a ver si tienes regalos en el árbol?

—¿Qué?

—Que vayas a ver si tienes regalos en el árbol.

—¿Me has despertado a las siete y cuarto de la mañana para esto, Nerea? —Julián susurraba para no despertar a sus padres.

—¿Puedes ir de una puñetera vez a ver si tienes regalos?

—¿Cómo no voy a tener regalos? ¿Qué te pasa?

—Que en mi casa no hay ni uno, joder.

—Eso es imposible.

—¿Imposible? Llevo casi una hora despierta y nada, que no se han levantado a ponerlos en el árbol. Y da igual, porque la tradición es que yo me voy a la cama antes de hora, ellos sacan los regalos y se acuestan. Yo sé que ya están colocados, ellos saben que yo lo sé y…

—Nerea, son las siete…

—Vale, pues ves a mirar, por favor.

—Te juro que esta me la devuelves. Cuelga. Ahora te llamo.

Nerea se incorporó en la cama. Rómulo se removió entre las sábanas. Lo siento, ya sé que no te dejo dormir, pero qué quieres que haga. Que esto es muy extraño; muy, muy extraño. Sí, eso, duérmete. Yo lidiaré sola con esta tragedia. La pantalla del teléfono se encendió.

—Suelta.

—Nada. No hay nada.

—¿Pero qué pasa con esta familia? ¿Se han vuelto locos?

—Estarán en casa de la abuela.

—Dime una sola Navidad en la que no hayamos tenido un regalo.

—Tienes razón. Habrá una explicación. Seguro que después nos enteramos. Ya hablamos.

—¿Pero te vas a dormir?

—¿Qué quieres que haga, Nerea?

—No sé. No sé. —Las últimas palabras sonaron muy tenues—. Lo siento, no tendría que haberte despertado.

—Da igual. Vamos a dormir, en un rato nos vemos. No es una tragedia.

—¿No es una tragedia?

—Magnificas todo, Nerea.

—¿Quieres dejar de hablar así?

—Hasta después.

—Como me cuelgues.

—Adiós.

Y le colgó. No me lo creo. Y se dormirá, seguro, porque él es así. Magnifico todo, dice. Como si no fuera importante lo que está ocurriendo. Y no hemos hecho nada. Claro, porque podía ser que ella, sin darse cuenta, hubiera enfadado a Adrián y a Estefanía, pero Julián. Él nunca hacía enfadar a nadie; casi nunca. Se calmó. Si en casa de los tíos no hay regalos es que este año será diferente, nada más. Nerea se arrastró hasta el fondo de la cama. Las ocho menos cuarto. Si cierro los ojos igual consigo dormir un poco. Los cerró. Acarició a Rómulo hasta que se hizo oscuro.

El sonido de las risas en la habitación de sus padres la despertó. Rómulo ya no estaba con ella. Se levantó.

—Feliz Navidad, Nerea. —Adrián y Estefanía a la vez.

—Feliz Navidad, claro.

—Te has levantado antes de la hora, ¿verdad?

—¿Me podéis explicar lo que pasa?

—Nada; no pasa nada.

—Pues muy normal no es.

—Esperabas el árbol repleto de regalos, ¿no? —Estefanía se levantó de la cama.

—Ya me contaréis. Es Navidad.

—¿Y? —La madre le dio un beso.

—No sé, aunque hubiera sido un regalo pequeño.

—Si es que tienes de todo, hija.

—¿En serio, papá? ¿Y para qué me dijiste que hiciera un listado?

—La tradición.

—Ya. Pues os la habéis saltado.

—Vístete y vámonos a desayunar a casa de la abuela. Ana nos iba a hacer chocolate.

No hablaron más. Los tres se vistieron; ella, enfadada. Salieron por la puerta casi sin decirse palabra. En el coche, lo mismo. No te enfades, Nerea. No me enfado, da igual. No era sincera. Julián le había enviado un par de mensajes. Aquí siguen sin soltar los regalos. Traman algo.

Llegaron al mismo tiempo a casa de la abuela. Los dos, curiosos, directos a escudriñar debajo del árbol. Dos paquetes del mismo tamaño, idénticos. Ana salió de la cocina.

—Venga, a la mesa, ya está listo el chocolate.

—Gracias, Ana. —Nerea le dio un beso—. ¿Mi abuela ha hecho magdalenas?

—Claro que os he hecho magdalenas. Y no pongas esa cara de enfadada, que llevo desde las seis de la mañana despierta.

—Y yo —musitó.

Se sentaron los ocho a la mesa. Su tío le guiñaba un ojo de vez en cuando. No hace gracia, tío. Va, Nerea, no seas una cría. Y ella, en cierta manera, se sentía así, una cría. Una niña malcriada que se enfadaba por no tener regalos el día de Navidad. Si esto es hacerse mayor, vaya mierda. También le rondaba este pensamiento por la cabeza. Al final sucumbió a las risas que se habían incorporado al desayuno.

—Es el karma, papá, por meterte con Nerea.

—Joder, Julián, que no hables así. —Se reía ella.

—Mejor así que como tú, que vaya vicio has cogido.

—Culpa del papá.

—Eso también. —Rómulo, mientras, agazapado entre las piernas de Nerea relamía las pocas migajas que se permitían caer.

—Anda, quítate la camisa, Leandro. Ahora mismo parece que esté viviendo uno de tantos días en los que antes de salir hacia el colegio te tenía que cambiar de ropa. No sé cómo puedes ser tan patoso, de verdad, hijo.

—¿Pero cómo se le ha caído la magdalena de las manos?

—Mejor así, que si no es él, somos una de las que estamos a su lado. —Su madre y su tía siempre acababan con un delantal por encima para no estropear los vestidos nuevos.

—Tú no digas nada, mamá, que llevas toda la cara llena de chocolate.

—¿Yo?

—Abuela, ¿cómo pueden ser tan patosos?

—No lo sé, Nerea. A mí no se parecen. —Risas en un comedor iluminado por la luz del sol.

—A ver quién se apunta a hacer la comida, que todavía no hemos preparado nada. Os estábamos esperando. —Ana se limpia las lágrimas con una servilleta.

—¿Qué hay que hacer? —A Julián le encantaba cocinar con la abuela.

—Lo primero la masa, que como no empecemos ya, nos quedamos sin la torta de verduras que tanto os gusta.

—Eso los mayores; Julián y yo hacemos el postre con Ana.

—Venga a la cocina. Tenemos mucho que hacer.

—Leandro mejor que no se acerque que todavía nos toca ir a comer al bar.

—Yo también te quiero, Estefanía.

—Ya lo sé, tete.

—Parecéis dos críos, mamá. —Nerea abrazó a su madre antes de salir hacia la cocina con algunas de las tazas del desayuno.

—¿Se te ha pasado?

—No estaba enfadada.

—Julián, tu prima dice que no estaba enfadada.

—Ya, por eso me ha despertado a las siete y cuarto de la mañana.

—¡No hay nada peor que un chivato! —Nerea, roja—. Esta me la cobro, Julián.

—Te tenía que devolver el madrugón que me has hecho pasar.

Encima del banco de la mesa esperaban la harina, el agua, la levadura, y unas manos que las abrazaran. Al otro lado, las verduras recién lavadas, los garbanzos bañados en agua con sal. Y en el suelo, con ojos abiertos, Rómulo, pendiente de cualquier resto que pudiera escaparse de las manos.

—¿Habrás hecho queso, verdad abuela?

—Tres diferentes, para que puedas elegir.

—¿Y mermelada?

—También, Nerea. De frutos rojos, como a ti te gusta, y de mango, como le gusta a Julián.

—Y espero que esos garbanzos sean para el falafel.

—Hacéis las mismas preguntas todos los años y todos los años os responde lo mismo la abuela. ¿Por qué iba a ser diferente esta vez?

De pronto, en la cocina, estallan las carcajadas de los mayores. Julián y Nerea se miran sin entender nada. Hoy, por extraño que parezca, ellos son los que se comportan como adultos y los adultos los que se comportan como adolescentes.

—¿Me pasas la harina, abuela? —Julián se está impacientando. Él, tan formal, no entiende las carcajadas de sus padres, de sus tíos, e incluso las de Ana y las de la abuela Carmen, que llora de tanto reír.

Nerea y Julián mezclan la harina con el agua, amasan. Qué asco, de verdad, no sé cómo te gusta hacer esto, se te quedan los dedos pegajosos. Julián le echa un poco de harina sobre las manos. Ya no se te pega. Los dos, cada uno en su cuenco, preparan una bola casi perfecta. Sonríen. Él tapa ambas con unos trapos, para que crezca. A Nerea le hace gracia cómo habla su primo. Lo mira. La risa asoma a sus labios sin pensarlo siquiera. Su mano se inunda de harina. Ni se te ocurra. Pero Nerea ya pinta sobre la cara de su primo. Él, como puede, coge otro puñado del banco y se la tira por el vestido. Ella se abraza a él. Y en el oído, susurra: ¿Por qué no nos riñen? No lo sé; hoy todo es extraño.

Julián se coloca junto a Ana, que prepara el postre. Tiramisú. Los dos, cada uno con una cuchara diferente, mezclan el queso con el azúcar. Mientras, el olor a café inunda la cocina. Nerea abraza a su tío. Estabas muy gracioso. Como si tú no te hubieras ensuciado nunca. Pero yo soy pequeña. Pásame las especias, por favor. Dime qué necesitas, tío.

Las horas se sucedían en la cocina de la vieja casa familiar. Dieciséis manos trabajaban, se tocaban, jugueteaban, se abrazaban. El calor del horno se agradecía en ese invierno frío. Poco a poco se fue vaciando aquella estancia y se fue llenando el comedor. Cada uno se colocaba donde podía. Nerea, en el suelo, como siempre. Julián, la acompañaba hoy. Rómulo se acurrucaba en un pequeño sofá cerca de la estufa. La abuela Carmen comenzó a contar anécdotas de la infancia, de la suya y de la de sus hijos. De cuando ella no podía alzar la voz, porque no estaba bien visto. De cuando fue valiente y lo dejó todo para irse con Ana. Después, Leandro y Estefanía, de cuando se peleaban por cualquier cosa y acababan llorando. Sí, pero porque Leandro decía que si le pasaba algo a su hermanita y estaba enfadado con ella, no se lo perdonaría nunca y también se moriría de la pena. Ya sé por qué eres así de rarito, Julián. Nerea reía abrazada a su primo.

Mientras la comida era saboreada, las anécdotas familiares se superponían, las carcajadas, las servilletas lanzadas al aire. Nadie recordaba ya los regalos que se quedaron por comprar, los que se quedaron sin envolver, los que no se colocaron bajo el árbol, en aquella extraña navidad. Nerea sonreía feliz al tiempo que se deleitaba con el tiramisú que habían cocinado unas horas atrás. El café se le apareció amargo después del dulce. A los otros también. Es que primero hay que tomarse el café y después el postre, lo decía Ángeles, la tía. Eso lo arreglo yo en un minuto, Ana hablaba al tiempo que se levantaba a por una bandeja de turrones. Si como algo más, reviento, Ana. Pues no comas. Pero ahí estaba Nerea con un trozo de turrón de chocolate en la boca y diciendo que ahora el café ya sabía mejor.

Siguieron tomando dulces hasta que sus estómagos pidieron un poco de calma. Entonces, se levantaron de la mesa y recogieron poco a poco. Lo iban dejando en la encimera de la cocina, ordenado: los platos, las copas, los cubiertos. La bebida en la nevera, las sobras de la comida en el horno. Mañana tenemos que repetir, porque a ver quién se va a comer lo que ha sobrado. Vosotras, abuela. Ni soñarlo. Y el dulce, lo mismo; en esta casa no se queda esa cantidad de comida.

Después lo repartimos, mamá. Y vuelta al comedor, a los sillones, al suelo, a las anécdotas y a las risas. Los minutos se hicieron eternos en ese lugar. La prisa se quedó al otro lado de la calle; no se atrevió a cruzar. Las horas no pasaban en el reloj de cuco que había en la esquina del comedor, alejado de esa familia que reía, que sonreía a la vida; que se regalaban besos y caricias mientras afuera caía la tarde.

—Tendréis que abrir los regalos, ¿no? —La abuela Carmen se acercaba rápida al árbol que, semanas atrás, vestía pensando en ese momento, en cuando sus nietos abrieran los dos únicos paquetes.

—Casi lo había olvidado, abuela. Pero ya tengo ganas de saber qué maravilla hay aquí dentro, porque si solo hay uno, tiene que ser una maravilla, claro. —Guiñó un ojo a sus padres.

—Maravillado me tienes a mí por haberte aguantado todo el día sin escudriñar qué era.

—Es que me hago mayor.

—No me hagas reír, Nerea. —Julián tenía entre sus manos el regalo.

—Ni se te ocurra abrirlo antes que yo, ¿eh?

—A la vez, ¿te parece bien o quieres hacerlo de otra manera?

—A la vez me va bien. Gracias. —Le dio un beso en la mejilla. Otro más.

Los dos jóvenes estiraban el papel con sus manos. El suelo se inundó de colores, sus ojos, de una expresión que no se podía definir. Abrían despacio la caja que resguardaba el cristal interior.

—Es precioso, abuela.

—¿A quién hay que darle las gracias por esto? —Julián no apartaba la vista de su regalo. La caja que lo envolvía estaba entre sus piernas, agarrada fuerte con las rodillas. Nerea la había dejado encima de la mesa con cuidado.

—Es el mismo regalo que les hice a vuestros padres cuando tuvieron vuestra edad.

—Es, es… ¿Por qué la arena es de colores? —Nerea había perdido las palabras.

—Es de vuestro color favorito. La tuya, verde; la de Julián, amarilla.

—Normalmente son más pequeños, pero este es muy grande. ¿Cuántos minutos hay aquí?

—Sesenta.

—Cae muy despacio la arena, mamá. —Nerea no se resistió a poner en marcha aquel reloj.

—Pues a veces va más deprisa de lo que quisiéramos. El tiempo corre mucho.

—Supongo que este regalo solo se le podía ocurrir a la abuela. —Julián había entendido el significado de esa arena cayendo despacio, o rápido.

—Tiempo. Os he regalado tiempo. Igual que antes hice con mis hijos.

—Al final este es el mejor regalo, te lo prometo, abuela. Ha valido la pena esperar. —Julián abrazaba a Carmen.

—Y el madrugón. A las seis y media bajaba por las escaleras yo…

—Todos los años haces igual.

—Sí, pero ya nunca más. Nos habéis hecho el mejor regalo. —Nerea repetía las palabras de su primo, mientras dejaba que sus lágrimas llegaran a la boca

—Si nos lo hubierais dado esta mañana no lo hubiéramos entendido. Y a ver cómo les hubiera explicado a mis amigos que en vez de un juego para la consola, mi familia me había regalado un reloj de arena. Pero después de pasar el día, es, no sé, diferente.

—Nosotros pasamos muchos días así, no sé por qué hoy estáis tan llorones. —Es que a Julián también le resbalaban las lágrimas.

—Será que es Navidad.

Los besos siguieron a las lágrimas hasta que la noche cayó en la casa familiar. Entonces, poco a poco, se fue vaciando, la oscuridad cubrió la estancia antes habitada por las risas, las conversaciones, las caricias. Todo estaba en silencio. Incluso en la habitación de Carmen y Ana se escuchaba el silencio, aunque dos manos estuvieran entrelazadas mientras dormían. Y en otra casa, en otra habitación, dos adolescentes giraban sus relojes de arena, al tiempo que una felicidad bañada en lágrimas se dormía con ellos.

Tiempo, esas eran las últimas palabras que escuchó Rómulo antes de subirse a la cama y meterse entre las sábanas con Nerea.















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