Estoy convencida de que no hay una profesión más viva que el teatro; también más en crisis. Desde que en la universidad, de la mano del maestro (y casi padre) Josep Lluís Sirera, investigaba el teatro del siglo XX que esta frase me persigue. El teatro está en crisis. Quizá es así (bueno, es así), pero no lo es menos que pasan los años y seguimos viviendo en el teatro.
Y digo viviendo, porque es algo que sentí mientras Shakespeare sonaba a ritmo de drama. Supongo que con una cierta nostalgia (no volveremos a ver más este montaje) dejé la mente en blanco y olvidé aquella primera vez en que acudí a ver Shakespeare en Berlín.
Aquel viernes llovía. No habíamos pasado una pandemia (y sus consecuencias), y no había guerra (al menos no una que se nos presentara en cada telediario). Todo parecía “en su sitio”. Por eso fui al teatro pensando que iba a ver un drama de la memoria. De recordar algo que ocurrió en un pasado no tan lejano, pero pasado, a fin de cuentas.
Berlín, aquellos años en los que Hitler iba a tomar el poder. Aquel tiempo en que los judíos se escondían, eran asesinados en cámaras de gas, sometidos a tortura en campos de concentración. Todo bañado en un Shakespeare que, como genio que fue, siempre encontró palabras para el presente y para el futuro. Porque, aunque duela, la historia se repite y él lo sabía.
Una pareja, Martín y Elsa, fotógrafo y directora de cine con poca fama; un amigo, Leo, judío, actor muy bien remunerado. Parece una premisa sencilla. La situación social no les preocupa más de lo que debería preocuparles. Lo que importa es que Martin consiga un buen trabajo, que puedan salir adelante y celebrar las fiestas en la intimidad de su casa. En el hogar. En el refugio en el que uno puede sentirse a salvo.
En ese punto comenzaba el conflicto que, en aquellos meses, me pareció reflexivo, crítico y nada moralista. Pensé en lo duro que debieron ser esos años, en cuánto sufrieron muchos la locura de unos pocos. Cómo se mataban en las calles quienes no se conocían y seguían apretándose las manos aquellos que querían matarse. Me dolía saber que las guerras siempre las pierden los mismos.
Pero la semana pasada viví el montaje de forma diferente. Y no sólo porque el teatro está vivo y es único en cada representación, no. Sino porque había cobrado un matiz muy diferente. Era tan contemporáneo, tan de ese mismo día, en ese mismo instante, que me pareció inverosímil que pudiera verlo sin llorar, sin sentir que el dolor se instalaba en el cuerpo.
No lloré. Pero me fui con el alma encogida. Porque ese mundo perfecto de tres amigos se rompe cuando el drama se impone en la calle. Y hay que sobrevivir, si eres alemán; o huir, si eres judío (pongan el término que quieran, desde Ucrania hasta Palestina, pasando por Haití o Burkina Faso; el caso es que mueren los de siempre).
Aquí empieza el verdadero drama: ¿hasta dónde vendemos nuestros ideales para sobrevivir? ¿Hasta dónde vamos a sacrificar para que los nuestros se salven? ¿En qué momento el hogar pasa de ser refugio a campo de batalla? ¿Cuántas veces cerraremos los ojos para no ver lo que ocurre a nuestro alrededor? ¿Cuánto mal seremos capaces de infringir para salvarnos, para mejorar nuestra posición? ¿Cuántas monedas se necesitan para vender al amigo? ¿Se puede vengar la traición? Es más, ¿se debe vengar?
Preguntas retóricas, porque no admiten respuesta (o quizá sí). Tampoco las da el texto dramático; un texto que muestra a los personajes (a las personas) en estado puro, con sus miedos, sus anhelos, sus traiciones. Su amor olvidado. Dramaturgia para reflexionar con una puesta en escena maravillosa, como siempre, de Chema Cardeña, Juan Carlos Garés, Iria Márquez y la colaboración de Juan Mandli.
Gracias por una tarde de teatro. Para ver, para llorar, para escuchar.
Comments