Me preguntan muchas veces qué tipo de narrador me gusta emplear. Siempre contesto que la tercera persona. Una narradora omnisciente genera una perfecta sincronía entre lo que se ve y lo que se oculta a los personajes. Esta manera de narrar me permite jugar con mis protagonistas, que solo conocerán la información que a mí me interese. Una especie de manipulación en la que escondo y muestro según avanza la escritura.
Esta semidiosa (porque después, ya sabéis, estos individuos se rebelan) mueve a sus protagonistas en un sentido o en otro a su conveniencia. Y además, le dice al lector, mira aquí, fíjate bien, porque te voy a dar una información que solo tú conoces. De alguna manera, también juego con esas personas. Les cuento qué piensan mis protagonistas, qué hace aquel otro que nadie ve, qué siente mientras enseña una parte de sus verdaderos sentimientos. A veces, incluso, les digo a mis protagonistas, cuenta esta historia, pero solo a quien te lee. No se te ocurra contárselo a otro personaje. Obedecen, casi siempre.
Y les parece divertido (a ellos y también a mí) proporcionar algunas pinceladas sobre su vida, lo que acontece, o el pasado y el futuro que lo envuelven, sabiendo que quien sujeta el libro es la única persona que tendrá esa información.
Es una manera de mantener en tensión a mis personajes. El lector, en cambio, lo sabe todo (o casi) y eso me enamora. Así, con esas palabras. Que quienes leen tengan toda la información hace que, a veces, quieran hablarles. No se puede. En ocasiones me imagino a una persona en el sofá pasando páginas y alterándose porque el personaje principal carece de las herramientas que lo salvarían. Es una manipulación. Una manera de engañar a unos y otros. Pero qué es si no la escritura. Exacto. Una engañifa con la que remover el alma.
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