«Los libros mienten. En el mundo no existen ni la virtud ni el amor. Todos los hogares son parecidos. En las familias solo hay codicia, mentiras e incomprensión mutua». Se interrumpió, hizo girar el lápiz en la mano y esbozó una sonrisita tímida pero cruel. Escribir esas cosas la aliviaba.
El vino de la soledad, Irène Némirovsky
Imagino a Némirovsky con el lápiz en la mano, mordisqueado por tantas horas de reflexionar sobre el texto, una frase, un diálogo que no acaba de encajar. La imagino sonriendo mientras surge la idea. También, en el silencio de la noche, a solas, llorando con sus protagonistas. Escribir esas cosas la aliviaba. Así es la escritura. Un refugio al que anclarse, un lugar en el que sentirse a salvo. La ficción, realista o no, te traslada a un mundo, el que tú elegiste y eso, de alguna manera, es un alivio.
Sentada en una silla de despacho, en el sofá, aislada del mundo, imagino a Némirovsky sonriendo. Sin pensar en los días ni en las horas. Sin pensar que a su lado, hay una vida, muy distinta (y a la vez muy igual) a la que se dibuja en cada línea.
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