Indómita Aurora está escrita con el corazón. Esa es la frase con la que resumiría está historia. También lo estaba Tierra sobre la memoria. De ella se recupera una historia de amor, quizá no la más hermosa, pero sí la más real. Irene y Arturo te llegan al corazón; pero Carlos (lo siento por Aurora) es, creo, el personaje mejor construido y del que más he aprendido. La vida le ha colocado en una situación difícil, mucho más si pensamos que estamos a punto de dejar atrás una dictadura que tanto daño hizo, una vida truncada de esperanzas y repleta de dolor. Carlos descubre, y el lector a su vez, que su padre es un asesino. Nadie, después de descubrir esto, queda en paz. Carlos se enfrenta a un pasado del que nunca supo, se le obliga a no saber, a vivir en la ignorancia por MIEDO. Y escribo estas palabras con mayúsculas porque es lo que he sentido, es lo que he visto en el personaje de su padre.
Aurora es su antagonista; o, quizá, la otra verdad. O la que ambos necesitan descubrir. Qué hay de cierto en toda una historia, la de ellos (pero también la nuestra), la de aquellos años de guerra y posguerra que se quisieron enterrar. No se puede enterrar un pasado, no se puede enterrar una historia y así nos lo enseñan Aurora y Carlos. Las cartas que él encuentra son ese detonante, esa grieta por la que el pasado se cuela.
Ahora sólo queda saber cuánto dolor son capaces de aceptar, cuánto rencor son capaces de generar, cuánto son capaces de amar y de odiar.
Estela Melero ha empleado para esta segunda obra el mismo estilo sencillo, directo, de su predecesora, con unos diálogos que muestran a los personajes desnudos, vacíos de toda ornamentación. Lo hacen en una ciudad, en unas calles, las de Valencia, que se convierten en escenario y casi personaje de esta narración.
Indómita Aurora es, de alguna manera, una historia necesaria.
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