Esta mañana escribía en Twitter, “Hoy, lo único que me apetece hacer es escribir… Estoy así, como el día, nublada y gris. Pobres de mis personajes… “ Era sincera. Lo único que quería era sentarme, coger papel y boli, arrancar con mis protagonistas, escuchar qué iban a decir después de unas semanas de descanso. Estaban un poco melancólicos, claro; pero tenían momentos de risas, confidencias, instantes de felicidad. La vida es esto, he pensado. Ellos seguían a lo suyo; yo, a lo mío, transcribir su historia. Después de tres horas sin levantar la vista, he reflexionado sobre los motivos que me habían llevado a escribir esas escenas. Casi nunca me interrogo. Creo que si lo he (han) contado será por algún motivo que en la reescritura sabré entender. Pero ya digo que hoy era un día extraño. Y he recordado el porqué. En otro espacio virtual decidí que iría contando cómo se gestaba mi próxima novela. Y hablé allí de dos personajes, Eladio y Amparo. Y alguien me dijo que eran mayores para hacer lo que quisieran, también que la tragedia es buena en según qué casos. Quizá por eso hoy les ha dado por volver a mí, hacerme olvidar que estábamos en otro momento de la historia y que no eran ellos ahora los protagonistas. Amparo y Eladio han querido tomar un helado y han entrado en un edificio demasiado burgués para su historia, para aquellos años 40 donde la palabra miseria, dolor y angustia se paseaba por las calles. Hoy, al terminar, apuntaba en esa red social: “Creo que han hecho caso a vuestros consejos. Pero ahora mismo, yo odio ser novelista y contar esta historia”.
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