Compara Murakami escribir una novela con escalar una montaña. Acertada comparación. Cuando comienzas el viaje aparece dentro de ti una euforia desmedida. Haces planes, investigas, lees, analizas otras novelas de las mismas características. Y crees que el entrenamiento previo dará resultado. Ha llegado el momento de caminar.
Todo fluye, hay ganas, se ve el final.
Sin embargo, en cuanto te sientas a escribir, la euforia se desvanece y deja paso a un temor descontrolado: conseguiré llegar a la cima, me caeré, será difícil narrar esta novela. No mentiré. Hay momentos en los que te sientes bien porque ese paisaje, ese personaje, una frase al vuelo escuchada en cualquier lugar parecen convertirse en una historia. Se ha metido en tu cabeza y no sale. Es aquello de la desculpa de la que hablaba Juan José Millás. Días en los que uno se siente bien con lo que ha logrado escribir. Días en los que tu protagonista se cruza con otros seres, que ya te parecen de carne y hueso, y compartes con ellos el viaje. Algunos sólo permanecen un tiempo, después se van. Pero en ocasiones, aparecen y deciden quedarse. Es el mismo camino que llevo yo, andemos juntos. Y no se marchan.
A ti, en ese momento, lo único que te interesa es seguir andando, llegar a la cima.
Pero no es fácil. Después llegan las cuestas, la montaña en estado puro. Es el momento en el que la trama está cobrando peso, no puedes cometer errores o te caerás. Hay que tener cuidado, ralentizar el paso, no tener prisa. La verdad es que, aunque sea duro confesarlo, lo único que quieres es terminar la historia y pierdes de vista el viaje, que es lo mejor. Cuesta reconocerlo en esos instantes en los que no se vislumbra el final, pero así es.
Disfrutar de ese proceso, incluso en los peores momentos, es la única forma que conozco de mantenerme serena y lograr el objetivo. No siempre es fácil. Nadie dijo que la escritura lo fuera. Y Murakami afirma que suele ser bien complicado. No le llevaremos la contraria al maestro.
La cima está cada vez más cerca y un tropiezo no debe impedir que lleguemos al final. Porque la visión cuando llega ese momento es increíble. El esfuerzo ha merecido la pena; las horas en soledad, los errores, el miedo, se ven ahora como el mayor de los logros.
Parece que se terminó. Sonríes. A veces, lloras. O las dos cosas a la vez.
Ya está en papel esa historia que imaginaste.
Lo que ocurre es que después, aunque nadie te avisara, hay que regresar a casa. Bajar la montaña te obliga a revivir emociones, a sentir dolor, a ver dónde cometiste los errores, a subsanarlos. A intentar no equivocarte, a disfrutar porque ya conoces el territorio.
Este momento, que a muchos escritores les parece duro, es el que más disfruto yo. Son horas corrigiendo, buscando la palabra, leyendo y releyendo capítulos, analizando la trama y sus personajes. También, por qué no sincerarnos, declamando una historia que ya es un poco nuestra. Son horas complejas en las que hay miedo a equivocarse. Pero aunque cueste de creer, para mí, son lo mejor de la escritura. Es, con diferencia, el instante más divierto, en el que más se sufre y en el que más se disfruta.
Contradicciones de esa locura que es escribir una novela.
Con todo, cuando me subo al coche y dejo la montaña atrás siento un vacío muy grande.
Y miedo, mucho miedo.
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